Una definición filosófica posible para lo que denominamos «vida» sería aquella cualidad que permite a un ser poseer «voluntad» propia, es decir, la posibilidad de poder elegir. Un ente «vivo» es aquel que puede elegir por sí mismo, cuyas acciones son acordes con las leyes científicas de la Naturaleza -que en cierto modo acotan a aquellas en un marco de acción-, pero cuya elección -al menos aparentemente- no se desprende de ellas. Lo que piensa una persona en principio no se podría deducir de las leyes científicas, pues es un acto de la voluntad. Cuando alguien sostiene un lapicero en la mano puede, por ejemplo, decidir entre soltarlo o mantenerlo sujeto, pero esta elección no parece venir determinada por ninguna ley científica, sino que proviene de la voluntad propia del individuo (este punto de vista lo defiende el padre jesuita Manuel Carreira, que es Doctor en Física además de ser filósofo y teólogo). Lo que describen las leyes científicas es, entre tantas cosas, la fuerza gravitatoria que hace que el lapicero se venga abajo de no sujetarlo, pero no puede prever la elección que se vaya a hacer.
Por ello, suponemos que los animales y plantas pueden, en cierta forma, elegir en su limitado ámbito: escoger hacia qué dirección y cómo moverse, etc. Si no fuera así, no habría una «diferencia sustancial» entre la forma de crecimiento de un árbol y la formación de algún tipo de roca o cristal, pues vendría todo ello regido por leyes científicas naturales que explicarían perfectamente ambas cosas, lo único en que se diferenciaría es en la complejidad de cada comportamiento. Sin embargo, un reloj digital tiene un funcionamiento complejo y no decimos que tiene «vida»; pero no obstante y pese a todo, la vida es más compleja que el funcionamiento de un reloj.
Si una planta o un microbio no tuvieran un mínimo de voluntad, entonces no entrarían en la definición propuesta como seres «vivos». Suponiendo que sus comportamientos sólo se rigieran por leyes estocásticas (probabilísticas), no se distinguirían del de un proceso estocástico como puede ser una reacción en cadena, en donde el átomo de Uranio-235 tiende a desprender en cada reacción una media entre 2 y 3 neutrones, aunque puedan ser más o menos tomándolas individualmente.
En una conferencia, el padre Carreira calificó a los animales como «maravillosos robots biológicos», sin posibilidad de elegir, sólo con instintos (aunque en realidad éstos se consideren como «controlables»); con lo que, bajo nuestra definición de «vida» como voluntad, no estarían vivos. Pero quienes tenemos animales constatamos que tienen su personalidad: piensan y actúan. De todas formas, suponiendo cierto lo dicho por el sacerdote, el Ser Humano bien podría ser producto de la complejidad, bajo la apariencia del libre albedrío. Sin embargo, dudamos, y en consecuencia -como decía Descartes-, existimos; pero, además, la duda sería muestra de la libertad de elección y, por tanto, de «vida», con lo que los animales la tendrían.
También podría ser que la vida pudiera aparecer como una propiedad extra de los sistemas complejos, fruto de un proceso evolutivo (a partir de cierto nivel de complejidad, un ser comienza a pensar, pudiéndose dar distintos grados; como en un relato de Arthur C. Clarke, en que «una determinada masa crítica de circuitos de conmutación, equiparables a las neuronas de nuestros cerebros» cobra vida cuando excede un cierto nivel el crecimiento exponencial de la red de comunicaciones); que la propia cualidad de la «vida» fuera intrínsecamente diferente en esencia de lo «no vivo» -que es menos complejo-, siendo el todo mayor que la suma de las partes, con lo que seguiría habiendo una «diferencia sustancial» entre lo «vivo» y lo «no vivo», y seguiría teniendo validez la idea de la vida como voluntad.
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