Voy a poner un extracto del libro “El atizador de Wittgenstein” de David J. Edmonds y John A. Eidinow que expone una de las dificultades que hay para definir algo, o categorizar un objeto o concepto; la imprecisión inherente de los términos del lenguaje.
Antes de nada, tengo que aclarar que, tradicionalmente, existen dos Wittgensteins: Wittgenstein I, que escribió el “Tractatus”; y el Wittgenstein II, que escribió las “Investigaciones filosóficas”. Dos etapas de su vida que, en realidad, no son totalmente incompatibles, ya que el Wittgenstein II es una derivación del primero. Incluso la propia separación en dos sea un tanto artificiosa y dificulte comprender verdaderamente a Wittgenstein, porque creo que una visión global de la evolución de su pensamiento (considerando también los escritos que sirven de puente entre las dos filosofías) da una medida más precisa de sus hallazgos y logros; y es más ilustrativo ver el -llamémosle así- “proceso heurístico” de la construcción de su sistema filosófico.
He aquí el extracto, sacado del capítulo 18 de “El atizador de Wittgenstein” (aprovecho para recomendar especialmente lo capítulos 18 y 19 de este libro («El problema de los enredos» y «El enredo de los problemas», respectivamente), que son los más densamente filosóficos en un libro con gran carga biográfica e histórica sobre el enfrentamiento entre dos figuras cumbre del pasado siglo: Popper y Wittgenstein; la negrita, como siempre, es mía):
… en Wittgenstein II la metáfora del lenguaje como pintura es reemplazada por la de la metáfora del lenguaje como herramienta. Para saber el significado de un término, no debemos preguntar qué es lo que representa; debemos en cambio examinar cómo es empleado en realidad. Si procedemos así, pronto nos daremos cuenta de que no hay una sola estructura subyacente. Algunas palabras, que a primera vista parece que realizan funciones similares, operan de hecho según conjuntos de reglas diferentes. (…)
(…)
… si se examina cómo se utiliza realmente el lenguaje, se notará algo más: que la mayoría de los términos no tienen un uso único, sino que presentan una multiplicidad de usos, y que esa variedad de aplicaciones no tiene necesariamente un solo componente en común. Wittgenstein daba como ejemplo el término “juego”. Hay toda clase de juegos: de cartas al solitario, de ajedrez, badmington, de fútbol según las reglas australianas, el del escondite infantil. Hay juegos competitivos, juegos que exigen colaboración, juegos individuales, juegos en equipo, juegos de habilidad, juegos de azar, juegos con balones y juegos con cartas. La pregunta es: ¿qué es lo que une a todos los juegos? La respuesta: nada. No hay una esencia de “juego”.
Wittgenstein llamó a tales términos conceptos con “semejanzas de familia”. Son como una familia, algunos de cuyos miembros pueden poseer el característico cuello de la familia, con la nuez marcada, o los ojos de un azul penetrante, pero no hay una única característica que sea común a todos. Lo que hace de los “juegos” juegos es una serie de semejanzas y parecidos que se superponen. Es este entrecruzamiento lo que en realidad dota a los conceptos de estabilidad. Se asemejan en ello a un hilo, “donde la fuerza del hilo no radica en el hecho de que una de sus hebras soporte su fuerza a lo largo de toda su longitud, sino en la superposición de muchas hebras”.
Quizá se pueda objetar que, examinando con mayor atención, se pudiera encontrar una cualidad común a todos los “juegos”, como pudiera ser su “carácter lúdico o de entretenimiento realizando una actividad de forma activa” (por hacer un intento de búsqueda de lo que pudieran tener en común, dejando de lado entretenimientos “pasivos” como ver la televisión o leer), pero la idea que se nos quiere mostrar con el ejemplo me parece clara.
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